Con este relato paraticipo en esta edicicón de "El Tintero de Oro".
Después de una magnífico artículo sobre Roald Dahl y su obra, David Rubio, nos propone un concurso literario. Os dejo el enlace para que conozcáis el sitio, os gustará.
Como en otras ocasiones, su propuesta es ponerte a prueba con un reto. Lo mejor de todo es que entrarás a formar parte de una rueda de comentarios que serán lo mejor de tu participación en el concurso. A mí, por lo menos , eso me motiva.
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El poder de la mirada
Acabo de volver la esquina, ya se ve la puerta
del cole. Ahí están, me esperan fuera. El aire empieza a faltarme, me cuesta
respirar. El corazón ha empezado a galopar en mi pecho y un pitido ensordecedor
en los oídos me impide escuchar hasta el ruido de los coches. Ya los tengo
cerca, se ríen. Bueno, se mofan de mí. Las piernas me flojean, me sudan las
manos y la vista empieza a nublarse. Pero hoy, no bajaré la cabeza, como dice
mamá, le desafiaré con la mirada. Lo tengo delante, a menos de un metro y,
aunque estoy aterrado, temblando por el miedo, le miro fijamente y solo pienso cuánto
me gustaría que se sintiera como yo. «¡Ojalá sintieras mi miedo, mi ansiedad,
mi vergüenza, esta angustia que acabará en una humedad caliente entre mis
piernas para terminar cayendo, perdiendo por segundos el sentido! ¡Siéntelo!»
Y de pronto no noto la humedad,
no pierdo el conocimiento, pero tú te meas encima y todos se te ríen. ¿Qué ha
pasado? No me quedo a comprobarlo. Os olvidáis de mí y aprovecho para entrar en
el cole. Oigo las risas y escarnios de todos los que esperaban que, como todos
los días, fuera yo el que mojara los pantalones y se cayera redondo al suelo,
para levantarme aturdido entre los que me miran con pena y los que se marchan satisfechos
de su hazaña. Culpables unos y otros. Cobardes.
Entras tarde a clase. No te miro.
Sigo con la tarea, como si no fuera conmigo nada de lo que hemos compartido
antes.
A la hora del recreo, de nuevo la
angustia empieza a apoderarse de mí. Hoy tocaba bocadillo de atún y no le he
dicho nada a mi madre. Así que cuando me lo pidas… Pero no estás esperándome bajo el árbol, uno
de tus lugares de tortura. Me voy a dar la vuelta a la manzana, seguro que
estáis allí, esperando. No sé por qué voy, ¿qué pasaría si no fuera?
Aflojo el paso, oigo voces. Os
reís. Lo que oigo me es familiar: risas, burlas, amenazas, insultos.
Me asomo despacito. Solo la
cabeza. Me oculto tras el tronco de uno de los árboles. Estáis con Félix. «¡Vaya,
no soy al único al que martirizan! —resuena en mi cabeza—.» Y la rabia se
apodera de mí.
También estoy aterrado, sí. Si me
ven no sé qué me harán. No puedo echar a correr para avisar a los profesores.
Mis piernas parecen haberse quedadas pegadas al suelo. Y, entonces, empiezo a
hablar en mi cabeza con Félix. Él vuelve la cabeza y me ve. Dejo el árbol y
desde lejos le miro a los ojos y le increpo en silencio: «¡Vamos, Félix! Mírale
a los ojos y hazle saber cómo te sientes. Que sepa el terror que te envuelve,
la vergüenza de sentirte humillado, la tristeza de no entender porqué te lo
hacen. ¡Míralo y díselo!»
Y tú, diriges la mirada hacia él, que al verme,
ha cesado un poco en sus escarnios, mientras yo sigo hablándote en mi cabeza. Alfonso
vuelve a mearse encima y su cara cambia de lobo a cordero. Me mira, acobardado,
sobrecogido y echa a correr. Sus amigos de fechorías te dejan allí, solo, y
corren en dirección contraria, tronchándose.
Me miras al pasar junto a mí. No entiendes
lo que ha pasado. Yo tampoco.
No me entero de nada en clase. El
tiempo pasa lento. Y solo tengo ganas de que venga mamá y me explique qué me
pasa. Al sonar el timbre echo a correr y allí está. Apoyada en el coche. Me
abrazo a ella y le oigo despedirse de la madre de Alfonso. Se agacha para
ponerse a mi altura y mirándome a los ojos me dice:
—No traes la
bolsa con la ropa mojada. —Niego con la cabeza—. Hoy has enfrentado tu miedo.
—¿Qué es esto
mamá? –La miro aterrado—. Creo que le he hecho sentir todo mi infierno.
—¿Sabes? Hoy has
descubierto tu mejor arma en la vida. Yo también tengo esa capacidad. Puedes
hacer sentir a los demás lo que tú sientes, pero es un arma peligrosa si la
usas sin control. Eres capaz de transmitir tu odio, tu rabia, tu egoísmo,
aunque también tu amor, tu alegría… Puedes hacer mucho mal. O mucho bien. Debes
aprender a dominarlo.
—¡Vamos a casa, mamá!
No sé qué pasará mañana en el
cole. Con Alfonso. Con Félix. Conmigo. Pero esa sensación de poder, de dominio,
a la vez que me asusta me hace sentir protegido. Normal.
Tal vez, por fin, podré ir al colegio y
disfrutar con mis compañeros. Tal vez podré volver a casa y compartir con mamá
lo que aprendí o lo bien que lo pasamos en el patio y cuando toque, por qué no,
mis riñas, los malos momentos. Blanco y negro, con sus matices, a partes
iguales.