Nunca había sido amante del “Feng-Shiu” pero tras un año tan desastroso, cualquier cosa que hiciera solo podía hacer que las cosas fueran a mejor, dado que a peor, ya, era imposible.
Una amiga me arrastró a unos
talleres, antes de acabar el año y estaba dispuesta a aceptar el reto.
Si era cuestión de dejar fluir la
energía, “al lío”. La propuesta era tirar, reciclar o donar 10 cosas antes de terminar
el mes: revistas viejas, medicamentos, maquillajes y jabones, recibos, joyas y
accesorios rotos, bolis viejos y libretas usadas, ropa que no te cabe, cajas de
zapatos llenas de tarros, toallas antiguas y merchandising.
Al estar ya de vacaciones, para
llegar a la noche fin de año con la casa fluyendo energía positiva, decidí
iniciar la cuenta atrás.
Diez. Llevaba tiempo guardando las
revistas del semanal de los domingos. Me encantan esas revistas. Traen
reportajes magníficos, tanto por la fotografía como por el contenido. Más de
una vez los he utilizado en el cole, sobre todo los de animales. Tendría más de
50 revistas. Ordenadas. Tirarlas sin más me parecía un sacrilegio. Así que me
paseé por el dentista del pueblo, la fisioterapeuta, la peluquería. Y dejé en
la escuela las que pensé que podrían formar parte de la biblioteca de mi aula.
Me llevó un par de días, entre paseos y decisiones. Lista para el siguiente
paso.
Nueve. En el alto de un armario
de la habitación de mi hijo pequeño, esperaban, tres o cuatro cajas de viejos recibos,
el momento que yo decidiera tirarlos a la basura. Sin embargo, resonaba en mi
cabeza un comentario de mi padre de hacía muchos años, siendo yo niña: “hay que
destruirlos bien, sino pueden robarte datos del banco”. Ahí me tenías a mí, con
recibos de hacía ya muchos años. Destructora de papel en mano, fueron
desapareciendo uno a uno. Adiós recuerdos de gastos acumulados en cajas de
zapatos. Seguí con el armario de mi hijo.
Ocho. Hacía tiempo que habían
desaparecido de mi casa las camas de 90. Al venir mis suegros a vivir con nosotros,
los chicos volvieron a dormir juntos y, a los abuelos, se les preparó una
habitación con cama de matrimonio. Después, al fallecer, esa habitación se la
quedó uno de los nietos y el otro quiso, también, cama grande en su cuarto. Así
que guardamos un somier y su respectivo colchón en el trastero, para por si acaso,
y compramos ropa nueva para vestir las camas. En una caja dormían las sábanas, algunas desgastadas y descoloridas, que durante años usamos. No recordaba guardar aún
las primeras que compré, al pasar a mi hijo mayor de la cuna a la cama. ¡Qué empeño
tuve en que las estrenara! ¡Cómo iba a dormir, mi angelito, en sábanas usadas!
¡Y allí seguían, con sus dibujitos y colorines! Me quedé un par de juegos, por
alguna visita inesperada. Uno de ellos ese, y el otro, un juego de algodón bordado,
a mano, por mi abuela paterna. Los demás los preparé para dar: los menos viejos
para Cáritas y los peores los corté en trapos para el estudio de pintura de mi
hermana.
Siete. Para seguir,
decidí ir a mi armario y localizar todas las prendas que hacía ya tiempo que no
usaba. En el altillo, encontré la maleta olvidada con ropa de hace años. Entre
otros, mi vestido de novia. Había sido, primero, el de mi madre, aunque para mí
se cambió el diseño. Recordé que a mi padre le hizo ilusión que yo quisiera
llevar ese vestido, pero mi madre puso mil pegas. Lo sacó a regañadientes del
arcón donde lo guardaba y me ayudó a ponérmelo, asegurándome que no me iba a
servir, que costaría mucho arreglármelo, que no había tiempo... Pero, nada más vérmelo
puesto empezó con los alfileres por aquí, por allá… su cabecita de modista
estaba en marcha. Ya no le parecía una idea tan descabellada. ¡Me vi guapísima
el día de mi boda! Mi madre supo hacerme sentir especial ese día. Por supuesto
sigue en el altillo. Pero el resto de la ropa y otra tanta que saqué de cajones
y estantes la llevé al contenedor de ropa usada del pueblo.
Seis. Con la maleta en mano vacía,
me animé a reciclar bolsos viejos y mochilas olvidadas de cuando mis hijos eran
pequeños y las usaban para el colegio o para entrenar. De entre todos los
bolsos que tenía arrinconados en el armario, volví a ver el que me compré para
la boda de mi hermano. Lo había olvidado. Esa vez me ilusioné con unos zapatos
con el bolso a juego. Nunca me había dado ese capricho. Me resultaban muy caros.
Pero al final, los compré. Allí estaban, pelados y desgastados de tanto
llevarlos. Energía y recuerdos fluían sin cesar, a medida que iba aireando los
armarios.
Cinco. Desde que empezara esta
limpieza, me rondaba entrar al baño y renovar las toallas. Algunas blancas ya
casi no lo parecían y otras las iba alargando y te rascaban la espalda al secarte.
Sabía dónde comprar, a buen precio, unas nuevas. Así que empecé retirando de la
circulación tres de manos y tres de ducha-baño. Con la intención de reponerlas
ahora y después, en las rebajas, cambiar otras tantas. Entre las que dejé para
la segunda tanda, estaban las primeras que me compró mi madre para el “ajuar”. ¡Con
qué ilusión las puse en “mi casa”, tras la boda! Tal vez, ya era el momento de
deshacerse de ella. Tal vez.
Cuatro. Tras las toallas, le entró
el turno al armario del baño. Botes de espuma de pelo, cremas para el sol,
lacas y desodorantes de spray. En concreto seis u ocho botes que llevaban tiempo
y tiempo sin usarse. Ocupando sitio. De paso, iría al punto limpio la primera
depiladora eléctrica que tuve. Pero que ya no usaba. Cuando festejaba, me la
regaló una tía, de mi, por entonces, novio, tras un viaje a Andorra. Aún
recuerdo lo que presumieron de lo barata que la encontraron.
—¡Jajaja! —Me reía yo por dentro—.
¡Era el modelo antiguo! ¡Una verdadera tortura!
El armario lucía más nuevo sin tanto bote
apelmazado en su interior.
Tres. A estas alturas de mi reto “Feng-Shiu”,
ya estaba más que dispuesta a tirar lo que verdaderamente no me servía para nada.
Así que abrí el armario del balcón. Donde acumulaba de todo aunque no sabía muy bien “para qué podría servirme”. Decidida
a cumplir conmigo misma, cogí los apuntes que guardaba en varios estantes.
Apuntes de la carrera, de cuando empecé a dar clases en casa, aquella colección
de problemas de bachiller que fui haciendo a través de los años… ¿Podría tirar
todos esos papeles? Les dediqué una última ojeada, que se prolongó por varias
horas. Y los fui rompiendo, poco a poco. Me encontré con la firma de un
compañero de carrera, de un pueblo cercano, que me dejó su teléfono en la esquina
de una hoja de los apuntes de matemáticas. ¡Vaya, seguía ahí! Todas aquellas
caras que creía olvidadas volvieron a mi cabeza. ¡Qué tiempos aquellos!
Dos. En el mismo armario, me encontré con varias cajas. Repletas de grandes tesoros para mí. Una de ellas, con pequeñas piezas hechas con barro, de cuando mis hijos iban al estudio de pintura de su tía. La mayoría rotas, otras sin acabar… guardadas por el momento tan entrañable que guardaban del día que llegaron a casa. Otra, con innumerable material desechable: cartón del papel higiénico; botes vacíos de yogures de vaso y bebidos; tapes de botellas de agua, refrescos; palos de helados y pinchos morunos… bueno, podría seguir. Todos ellos esperaban formar parte de un instrumento musical. En mi época de interina como maestra de música, y con cualquier objeto o material reciclado, montaba con los alumnos una orquesta rítmica de lo más molona. Y la última caja elegida, contenía una singular colección de “detallitos” de bodas, comuniones y bautizos, que se llenan de polvo en las vitrinas del salón y que no osas tirar, por respeto o cariño a quien te las dio con toda su ilusión, pero que realmente te resultan totalmente inútiles. Llevaban allí desde el verano cuando, decida a pintar el salón, vacié los armarios para moverlos. Con más o menos remordimientos y con un empujoncito de uno de mis hijos, debo reconocerlo, las cajas salieron del armario para no volver.
Uno. La cuenta atrás llegaba a su
fin. Este armario era el baúl de las cosas guardadas “por si las uso”: archivadores
de cuando mis peques iban a infantil y primaria, carpetas viejas, fundas
perforadas “requeteusadas” y medio rotas, estuches con pinturas, rotuladores,
reglas, escuadras, compases… (Muchos años la cantinela “mamá necesito…” tenía éxito
y me creía que no tenían, que se les había roto o perdido. En realidad lo que
querían era estrenar). Lo realmente viejo lo tiré, al fin, y lo reutilizable lo
metí en una bolsa y la dejé preparada para mi vuelta al cole.
Y tras cerrar el armario,
renovado y limpio. Di por terminada mis sesiones de liberación de energía. Las buenas
vibraciones ya tenían sitio para transitar y yo podía dar paso al nuevo año,
tranquilamente.
📏📐📘📷🔔📌📀💻💺👢👔👒
Y con este relato "Reto#52: Última semana del año. Haz un relato en el que se intercale una cuenta atrás desde diez" doy por terminado el reto "52 retos de escritura para 2020" de #52RetosLiterup.
Es la primera vez que me he enfrascado en un reto de escritura. Este reto me ha exigido mucho, ya que debía ceñirme a las indicaciones y, en algunos casos, me sacaba completamente de los lugares por los que yo me muevo cuando escribo. He saltado al abismo en muchos de mis escritos, me han removido por dentro, me han secado de mi zona de confort. En muchos relatos, no lo negaré, estoy al cien por cien, con mi vida, mis sentimientos... en otros he novelado mis sentimientos, he intentado camuflarme entre las palabras... y algunos son totalmente inventados, una historia para cumplir el reto, pero creo que hasta en esos se me ha escapado parte de mí.
Si soy sincera, muchos de los escritos no son lo que yo quería escribir. A veces, se me echaba el tiempo encima y había que acabar el relato para cumplir los plazos. Sinceramente, es duro publicar cuando no estás satisfecha con lo escrito pero, ¡así entendí yo el reto!
Agradezco de corazón todos los comentarios que he recibido, gracias a los que, en algunos momentos, he seguido adelante . Es un reto difícil, para mí, un relato semanal es mucho. Pero he disfrutado de la escritura y de todos los blogs que he conocido y compartido.
Muchas gracias por estar ahí.
¡¡¡¡¡ Bienvenido 2021!!!!!!
¡Mis mejores deseos para todos!