María llamaba todos los días a
su tío Anselmo. Vivía solo en el pueblo y ella hacía vida independiente desde que se fuera a estudiar a la universidad.
A sus ochenta y cinco años llevaba todos
los días al rebaño a comer hierba fresca. Bueno, maticemos.
Su rebaño de
cabras se reducía a cinco cabras, ya mayores. La hierba fresca, tampoco era lo
de antes. Se conformaba con llevarlas a pastar a los campos que sus convecinos dejaban
sin cultivar y se llenaban de hierbajos. Y todos los días tampoco salía, los huesos,
muchos días, le impedían andar y sus amigas debían conformarse con
pienso compuesto.
Pero Anselmo, el cabrero,
sobrenombre con el que todos lo conocían, pasaba más horas al año por los aledaños del pueblo que en su casa. Como correspondería, tal vez, a su edad.
—¡María! ¡Qué alegría oírte! —
La voz sonaba triste, cansada…
—Tío, hablamos ayer. ¿Qué ha pasado hoy?
— Ayer… hablamos… parece que
hace tanto… —María sabía que algo pasaba—. La boca me arde, mi niña. Ni el
coñac me calma la ira de esta maldita muela.
— ¿Coñac? —Suspiró antes de
continuar—. ¿Cuántas veces te digo que esa muela ya está acostumbrada a tu
coñac? Has de ir a casa de Manuel, el dentista.
— ¡Nada, nada! Te cuelgo que las
cabras me llaman.
Costumbres antiguas, males antiguos. Anselmo llevaba la
boca llena de muelas rotas: algunas con caries, otras que se clavaban en el
carrillo, dos o tres temblando a punto de caerse... Pero no se dejaba aconsejar. No pensaba acudir al dentista.
Ese día, Anselmo, se acostó pronto. Demasiado coñac.
—Despierta, Anselmo, despierta... —La habitación
estaba levemente iluminada, como si una nube plateada levitara encima de su
cabeza.
—¿Y quién eres tú? ¿El hada campanilla?
—No, soy Bigfoot, el hada de los
dientes.
—Soy un poco mayorcito para creer en hadas.
—Pues he venido a curarte, ¿a que ya no te duele? —El
anciano se percató de que su dolor había desaparecido. Fue al baño, no notaba la
hinchazón de la muela ni tampoco las muelas hincadas en su carrillo…
—¡Mis dientes, mis muelas! ¡¡¡Qué me has hecho!!! —Bigfoot
revoloteaba alrededor de Anselmo. Cada vez que movía su barita, llovían diminutas
estrellas plateadas—. Me voy a la cama. Arregla este desastre. ¡Quiero mi dentadura!
De madrugada se levantó gritando de dolor. Era un ardor
insoportable. Fue al baño. En el espejo
volvió a ver reflejada toda su dentadura.
Se acordó de la sensación de bienestar cuando le despertó el hada de los dientes...
Se quedó despierto. Limpió el corral de las cabras,
les puso comida y agua. Se duchó y se lavó bien la boca. Se puso ropa limpia. Salió
de casa y se dirigió a casa de Manuel…
—¡Buenas noches, tío! ¿Cómo estás hoy?
—Mejor, fui al dentista —María se alegró de por fin le
hubiera hecho caso.
—Tenías razón, hacía falta. —Anselmo prefería darle la
razón a su sobrina, que volver a perder el sueño con Bigfoot. ¡Hadas a sus
años!
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Reto#46: Mezcla en el mismo relato a Bigfoot, el hada de los dientes y un cabrero.Retos Literup
No conocía la existencia del hada de los dientes.
Es bonito como sabemos inventar seres mágicos para aliviar los miedos de los peques.
A los retractores de todo aquello que conlleve, según dicen, engañar a los niños, les diría que a mis hijos les compensó con creces la ilusión vivida.
Y seguro que, con sus hijos, vuelven a crear la misma ilusión.