El viaje hasta Aloños fue
tranquilo. Le encanta conducir y el paisaje acompañó desde medio camino. De las
cuatro horas que duró el viaje, más de la mitad discurrió entre montañas, más
cerca más lejos. Verde a izquierda y derecha. Nada parecido al secarral de
donde veníamos.
La idea de ir a Cantabria fue
suya. Quería alejarse del calor, de los días abrasadores y las noches
agobiantes. Por más que abrías la ventana ni una gotita de fresquito venía a
acompañar nuestro descanso, eso si conseguías hacerlo. A mí, la playa me pierde. Verdad es que cerca
teníamos maravillosas playas, pasamos por Somos, su gran oleaje ese día
permitía practicar surf, o Noja de la que pude apreciar su magnífica
playa con forma de concha. Ah, sin olvidarnos de Santander que la teníamos a poco
más de media hora. Pero el calorcito del
sol, este que te acaricia al principio y al rato te quema, de las playas del
mediterráneo, ese, aquí brillaba por su ausencia.
Pero bueno, tal vez necesitábamos disfrutar un
poco del frío y volver a entrar en calor como pareja; todo parecía estar
acabado. Era un último intento. Por eso después de mucho discutir y buscar
opciones, acepté este destino.
Habíamos alquilado una típica cabaña cerca del
río. Desde la segunda planta abuhardillada se veía al fondo su famoso hayedo,
por las ventadas de la planta baja, casi podíamos tocar los árboles del monte. Nada
más entrar me enamoré de ella. Su aire rústico, su olor característico, y el
gran ventanal de la planta superior. Que cubría toda la fachada abriéndote la
vista a parte del valle. Tranquilidad. Paz.
Pero el móvil de Cris sonó y
toda la magia del momento desapareció. Tras acabar su llamada, su cara había
cambiado, buscó discutir por cualquier motivo y acabó diciendo que se iba, que
no iba a funcionar. Llamó un taxi y se metió a la ducha. Su móvil volvió a
sonar. Sin pensarlo dos veces descolgué la llamada.
—¿Le has contado ya lo nuestro
a Alex? — Su voz cortante me llenó de rabia.
—La verdad, no lo ha hecho.
Pero puedes hacerlo tú —le contesté friamente.
Colgó sin decir nada más. Al
salir del baño, mientras Cris se vestía en silencio, volvió a llamar. Al acabar
su conversación todo había terminado. Me miró, no sé si su mirada era triste,
decepcionada, avergonzada, arrepentida. Callaba.
—Da igual, Cris. No necesito
que me cuentes nada. Hubiera estado bien que me lo contases, pero ya da igual.
— Le miré fijamente a los ojos.
—Ya ha llegado el Taxi. —Por
lo visto, poca intención llevaba de dar explicaciones. —Abrió la puerta sin
mirar atrás.
—¡Adiós! —Cerré con un portazo en cuanto
cruzó la puerta. Cerraba de paso nuestra relación. Lo sabía.
Allí me quedé. En medio de las
montañas, al lado de un río, oliendo a boñiga de vaca, rodeada de pastos con su
ganado paciendo. Mientras deshacía las maletas y organizaba la poca comida que
habíamos traído para pasar el día. Lloré sin parar de rabia e impotencia. Por
haber sido tan idiota, por no haber visto lo que estaba pasando.
Al asomarme al gran ventanal, la puesta del
sol me sorprendió. Rompiendo al fondo con las laderas del hayedo, el cielo
perdía su tono azul y se pintaba de colores. Oscurecía, pequeñas lucecitas se
encendían de casa en casa. Poco a poco los demás sonidos que me habían
acompañado hasta entonces fueron cesando. Cencerros del ganado, algún valido,
los perros ladrando, el piar de los pájaros, voces a lo lejos…
Soplaba un airecillo, que
acariciaba al tocar la piel. El olor a hierba fresca me invitó a salir. Me
senté en la escalera de la entrada y miré al cielo.
—Aquí no verás las estrellas,
nos las tapan las nubes. —Levanté la vista en dirección a la voz.
—¡Buenas Noches! ¿Y tú quién
eres? —Ante mí tenía un niño de unos siete años, menudo, asustadizo, pero decidido
a quedarse conmigo.
—Soy Mario. ¿Has venido a
vivir al pueblo?
—Solo de vacaciones. Me han
dicho que aquí las noches son tranquilas y silenciosas.
—Pues te han engañado —me dijo
sonriendo.
—¿Sí? —asintió con la cabeza.
—Concéntrate en tu oído
derecho, ¿qué oyes?
—Agua.
—Es el río Junquera, mi abuelo
decía que era “el discurrir del agua, su roce con las piedras al recorrerlo
incesante” —Me puso el dedo en los labios para que me callara —si estamos en
silencio oiremos la sinfonía de la noche.
–¿Eso también lo decía tu
abuelo? —pregunté en un susurro. Mario afirmó sonriendo.
Me enseñó a diferenciar el
ulular del Búho del silbido de la lechuza y del canto del autillo, que era como
un aullido de lobo, un triste aullido. Estábamos a un paso de un camino con
árboles y pastos a los lados. Cada pequeño movimiento de los árboles le
producía una sonrisa.
—La
noche nunca calla. Escucha los árboles. Ese silbido es el aire entre las hojas,
¿lo oyes? ¿Distingues el roce de una rama con otra, mecidas por él? —me miraba
haciendo el gesto de “silencio” y estábamos unos minutos en silencio hasta que
descubría otro sonido que enseñarme.
—Sabes, lo que más me extraña es no oír a los
grillos, ¿cantan de noche, no? —Soltó una carcajada.
—No, no, los grillos no tienen cuerdas vocales.
El yayo decía que el sonido lo hacían
con las alas. Pero ya no quedan.
—¡Ah no! ¿Y eso?
—Por lo visto, algún des-pren-sivo… —Le corregí
riendo con él.
—¿Desaprensivo?
—Sí eso ¡Que no me salía? Pues eso, alguien
soltó unas Garcillas, y como no son pájaros de Cantabria han acabado con los
grillos.
—Vaya, cuántas cosas sabes.
—Sí, mi abuelo sabía mucho. Nos íbamos con él
al Hayedo, allí lejos —dijo señalando con el dedo— y nos contaba mil historias.
A veces acampábamos con él y otros padres y madres. Siempre jugábamos a
escuchar en el silencio.
—Mira, ese gato nos mira desde ese árbol. —Susurró
emocionado.
—No es un gato, fíjate en su cola…
—¡Es verdad! Es más larga y frondosa.
—Si, es super tupida… es una jineta. “La bella cazadora”
caza roedores. Antiguamente era como los gatos ahora, vivía con los humanos.
Ahora se ha hecho solitaria, sale de noche. Ves ahí —dijo señalando a mi
izquierda—suele merodear por esa casa abandonada. Pero solo se acerca cuando
estoy solo y no me muevo. Ahora ya no volverá hasta que no vayamos.
Estuvimos un rato en silencio.
De vez en cuando me miraba. Pero no decía nada. De pronto le llamaron y echó a
correr hacia casa.
Me quedé un poco más oyendo el
discurrir del río. Las noches y sus misterios habían conseguido tranquilizarme,
serenarme.
—¿Tú eres Alex? —asentí
levantándome— no sé que le has contado pero se ha ido a la cama contentísimo.
—Yo poco he contado, ha sido
él. Me ha enseñado a escuchar la oscuridad.
—¡Qué me dices! —Noté que se emocionaba—
lleva más de dos meses sin hablar, desde que su abuelo murió. Él sabía mucho de
la naturaleza y a Mario le gustaba escucharle.
—Me lo ha dicho. Lo ha
nombrado muchas veces.
Todas las vacaciones tuve la
compañía de Mario en un momento u otro del día.
Fueron las mejores vacaciones
en mucho tiempo. Cantabria conquistó mi corazón. Volví a casa con las ideas muy
claras y el pasado cerrado. Mario acompañó con sus historias casi todas las
noches, me ayudó a no hundirme en mi pérdida y
a mirar hacia delante. Sin pena ni rencor. Seguro que todavía me quedan
muchos sonidos de la noche por descubrir.
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Participo con este relato en la convocatoria de agosto de VadeReto del blog
"Acervo de letras"
Aahora voy a pasearme pòr los blogs de los demás participantes,
seguro que me sorprenden gratamente.
Este verano he estado en ese maraavilloso pueblo cántabro y en una preciosa cabaña rústica.
Quería compartir un poquito de mis vacaciones.
¿Cómo os ha ido el verano?