martes, 31 de agosto de 2021

Las noches de Aloños

El viaje hasta Aloños fue tranquilo. Le encanta conducir y el paisaje acompañó desde medio camino. De las cuatro horas que duró el viaje, más de la mitad discurrió entre montañas, más cerca más lejos. Verde a izquierda y derecha. Nada parecido al secarral de donde veníamos.

La idea de ir a Cantabria fue suya. Quería alejarse del calor, de los días abrasadores y las noches agobiantes. Por más que abrías la ventana ni una gotita de fresquito venía a acompañar nuestro descanso, eso si conseguías hacerlo.  A mí, la playa me pierde. Verdad es que cerca teníamos maravillosas playas, pasamos por Somos, su gran oleaje ese día permitía practicar surf, o Noja de la que pude apreciar su magnífica playa con forma de concha. Ah, sin olvidarnos de Santander que la teníamos a poco más de media hora.  Pero el calorcito del sol, este que te acaricia al principio y al rato te quema, de las playas del mediterráneo, ese, aquí brillaba por su ausencia.

 Pero bueno, tal vez necesitábamos disfrutar un poco del frío y volver a entrar en calor como pareja; todo parecía estar acabado. Era un último intento. Por eso después de mucho discutir y buscar opciones, acepté este destino.

 Habíamos alquilado una típica cabaña cerca del río. Desde la segunda planta abuhardillada se veía al fondo su famoso hayedo, por las ventadas de la planta baja, casi podíamos tocar los árboles del monte. Nada más entrar me enamoré de ella. Su aire rústico, su olor característico, y el gran ventanal de la planta superior. Que cubría toda la fachada abriéndote la vista a parte del valle. Tranquilidad. Paz.

Pero el móvil de Cris sonó y toda la magia del momento desapareció. Tras acabar su llamada, su cara había cambiado, buscó discutir por cualquier motivo y acabó diciendo que se iba, que no iba a funcionar. Llamó un taxi y se metió a la ducha. Su móvil volvió a sonar. Sin pensarlo dos veces descolgué la llamada.

—¿Le has contado ya lo nuestro a Alex? — Su voz cortante me llenó de rabia.

—La verdad, no lo ha hecho. Pero puedes hacerlo tú —le contesté friamente.

Colgó sin decir nada más. Al salir del baño, mientras Cris se vestía en silencio, volvió a llamar. Al acabar su conversación todo había terminado. Me miró, no sé si su mirada era triste, decepcionada, avergonzada, arrepentida. Callaba.

—Da igual, Cris. No necesito que me cuentes nada. Hubiera estado bien que me lo contases, pero ya da igual. — Le miré fijamente a los ojos.

—Ya ha llegado el Taxi. —Por lo visto, poca intención llevaba de dar explicaciones. —Abrió la puerta sin mirar atrás.

—¡Adiós! —Cerré con un portazo en cuanto cruzó la puerta. Cerraba de paso nuestra relación. Lo sabía.

Allí me quedé. En medio de las montañas, al lado de un río, oliendo a boñiga de vaca, rodeada de pastos con su ganado paciendo. Mientras deshacía las maletas y organizaba la poca comida que habíamos traído para pasar el día. Lloré sin parar de rabia e impotencia. Por haber sido tan idiota, por no haber visto lo que estaba pasando.

 Al asomarme al gran ventanal, la puesta del sol me sorprendió. Rompiendo al fondo con las laderas del hayedo, el cielo perdía su tono azul y se pintaba de colores. Oscurecía, pequeñas lucecitas se encendían de casa en casa. Poco a poco los demás sonidos que me habían acompañado hasta entonces fueron cesando. Cencerros del ganado, algún valido, los perros ladrando, el piar de los pájaros, voces a lo lejos…

Soplaba un airecillo, que acariciaba al tocar la piel. El olor a hierba fresca me invitó a salir. Me senté en la escalera de la entrada y miré al cielo.

—Aquí no verás las estrellas, nos las tapan las nubes. —Levanté la vista en dirección a la voz.

—¡Buenas Noches! ¿Y tú quién eres? —Ante mí tenía un niño de unos siete años, menudo, asustadizo, pero decidido a quedarse conmigo.

—Soy Mario. ¿Has venido a vivir al pueblo?

—Solo de vacaciones. Me han dicho que aquí las noches son tranquilas y silenciosas.

—Pues te han engañado —me dijo sonriendo.

—¿Sí? —asintió con la cabeza.

—Concéntrate en tu oído derecho, ¿qué oyes?

—Agua.

—Es el río Junquera, mi abuelo decía que era “el discurrir del agua, su roce con las piedras al recorrerlo incesante” —Me puso el dedo en los labios para que me callara —si estamos en silencio oiremos la sinfonía de la noche.

–¿Eso también lo decía tu abuelo? —pregunté en un susurro. Mario afirmó sonriendo.

Me enseñó a diferenciar el ulular del Búho del silbido de la lechuza y del canto del autillo, que era como un aullido de lobo, un triste aullido. Estábamos a un paso de un camino con árboles y pastos a los lados. Cada pequeño movimiento de los árboles le producía una sonrisa.

      —La noche nunca calla. Escucha los árboles. Ese silbido es el aire entre las hojas, ¿lo oyes? ¿Distingues el roce de una rama con otra, mecidas por él? —me miraba haciendo el gesto de “silencio” y estábamos unos minutos en silencio hasta que descubría otro sonido que enseñarme.

—Sabes, lo que más me extraña es no oír a los grillos, ¿cantan de noche, no? —Soltó una carcajada.

—No, no, los grillos no tienen cuerdas vocales. El  yayo decía que el sonido lo hacían con las alas. Pero ya no quedan.

—¡Ah no! ¿Y eso?

—Por lo visto, algún des-pren-sivo… —Le corregí riendo con él.

—¿Desaprensivo?

—Sí eso ¡Que no me salía? Pues eso, alguien soltó unas Garcillas, y como no son pájaros de Cantabria han acabado con los grillos.

—Vaya, cuántas cosas sabes.

—Sí, mi abuelo sabía mucho. Nos íbamos con él al Hayedo, allí lejos —dijo señalando con el dedo— y nos contaba mil historias. A veces acampábamos con él y otros padres y madres. Siempre jugábamos a escuchar en el silencio.

—Mira, ese gato nos mira desde ese árbol. —Susurró emocionado.

—No es un gato, fíjate en su cola…

—¡Es verdad! Es más larga y frondosa.

—Si, es super tupida… es una jineta. “La bella cazadora” caza roedores. Antiguamente era como los gatos ahora, vivía con los humanos. Ahora se ha hecho solitaria, sale de noche. Ves ahí —dijo señalando a mi izquierda—suele merodear por esa casa abandonada. Pero solo se acerca cuando estoy solo y no me muevo. Ahora ya no volverá hasta que no vayamos.

Estuvimos un rato en silencio. De vez en cuando me miraba. Pero no decía nada. De pronto le llamaron y echó a correr hacia casa.

Me quedé un poco más oyendo el discurrir del río. Las noches y sus misterios habían conseguido tranquilizarme, serenarme.

—¿Tú eres Alex? —asentí levantándome— no sé que le has contado pero se ha ido a la cama contentísimo.

—Yo poco he contado, ha sido él. Me ha enseñado a escuchar la oscuridad.

—¡Qué me dices! —Noté que se emocionaba— lleva más de dos meses sin hablar, desde que su abuelo murió. Él sabía mucho de la naturaleza y a Mario le gustaba escucharle.

—Me lo ha dicho. Lo ha nombrado muchas veces.

Todas las vacaciones tuve la compañía de Mario en un momento u otro del día.

Fueron las mejores vacaciones en mucho tiempo. Cantabria conquistó mi corazón. Volví a casa con las ideas muy claras y el pasado cerrado. Mario acompañó con sus historias casi todas las noches, me ayudó a no hundirme en mi pérdida y  a mirar hacia delante. Sin pena ni rencor. Seguro que todavía me quedan muchos sonidos de la noche por descubrir.

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Participo con este relato en la convocatoria de agosto de VadeReto del blog 
 "Acervo de letras"
Aahora voy a pasearme pòr los blogs de los demás participantes, 
seguro que me sorprenden gratamente.
Este verano he estado en ese maraavilloso pueblo cántabro y en una preciosa cabaña rústica.
Quería compartir un poquito de mis vacaciones.
¿Cómo os ha ido el verano?