con el piloto puesto modo robot, (trabajo, casa, obligaciones y vuelta empezar)
me he prohibido la melancolía. Buscando un antídoto eficaz,
me he acordado del blog "Acervo de letras", de los motivadores comentarios de su anfitrión
y de las originales propuestas mensuales de su "VadeReto".
Niebla
Una espesa niebla me envolvía
sin piedad. Iba totalmente en tensión, agarrada al volante como si mi vida
fuera en ello, temerosa al no saber si cerca tenía algún vehículo, si me mantenía
en mi sitio o estaba demasiado a la derecha o invadiendo el otro carril. Hacía
rato que no veía más allá de los faros del coche. En mi cabeza, creo que inconscientemente, para
intentar relajarme, evocaba una de las últimas veces que, bajo un tupido manto blanco,
similar a este, conducía de vuelta a casa con mi sobrino…
—Tía, vas a cien —me dijo con cara de
circunstancias.
—¡Pero qué dices!, si no paso de 50 —le dije echando
un ojo el cuentakilómetros.
—Pues eso, vas haciendo el ridículo. Un caracol
te adelanta. ¡Mira, mira!
—¡¡¡JA, JA, JA…!!! —repliqué con sorna—. A ti
te querría ver yo al volante en este momento.
…Instintivamente eché el
freno, parecía vislumbrar un bulto bajo los focos antiniebla. Solo de pensar
que pudiera tener frente a mí uno de esos jabalíes que tan a menudo se cruzaban
en este tramo de carretera, me hizo hincar el pie en el freno y tensar todo mi
cuerpo hacia atrás. Te destrozan el coche, los bicharracos esos, y te puede
caer una buena multa si, además, los matas “fuera de temporada”. El coche paró
a dos palmos de los dientes de una gran bola de pelo grisáceo furioso y a la
defensiva.
—¡Será posible! —pensé—. En medio de mi camino y el
ofendido es él.
Bajé del coche sin dudarlo.
Estaba en medio de la carretera, era casi de noche en una fría tarde de
invierno y no parecía tener muchas ganas de conocerme el susodicho. Me quedé
atónita. Frente a mí, un enorme San Bernardo que seguía enseñándome su mala
leche.
—¡Pero vamos a ver!, ¿tú que pintas aquí en medio? —Sorpresivamente,
al oírme hablar, me miró con sus enormes ojos negros y se tumbó todo lo grande
que era en el asfalto.
—¡Qué voy a hacer contigo! —Me acerqué a acariciarlo. No sé
explicarlo, pero se ganó mi corazón—. ¡Anda, sube al coche!
El perro se puso en pie y como un corderito me siguió al
coche, al abrir la puerta, se subió al asiento trasero, y se recostó como si
nada.
Sí, no solo salí del coche
viendo un perro aparentemente agresivo, sino que a la primera que se calma me
acerco a él, lo acaricio y, como si fuera lo más normal, lo monto en mi coche.
Sin pensar en las consecuencias… Solo quería llegar lo antes posible a casa y
no me parecía humano dejarlo tirado en la carretera… Bueno, actué por inercia,
sin pensar. No sé.
Lo llevé a la clínica de una
amiga del pueblo, veterinaria, que se ofreció a quedárselo esa noche y me aseguró
que por la mañana lo llevaría a la perrera si nadie lo reclamaba.
Al día siguiente, al salir del
trabajo, fui a enterarme que había sido del chucho.
—Lo tengo en la enfermería. No
se ha movido en todo el día. No ha bebido, no ha comido, no ha hecho sus
necesidades… Es viejito, sabes, puede ser que ya no le quede mucho. A veces,
hacen esto. Se adormilan y poco a poco se van.
Me hizo duelo verlo, allí tan
solito, triste y, al ver que levantaba la cabeza y me miraba, le dije:
—¡Qué, Niebla! ¿Nos vamos a
casa?
Y como os podéis imaginar,
Niebla y yo, damos largos paseos por el
parque, despacito, a su ritmo.