La vida no me estaba tratando
bien. Esa era mi impresión a estas alturas: rondando los 60, mis hijos lejos forjando
su futuro y mi pareja, su padre, mariposeando como si fuera un adolescente.
Para colmo, la vida me mandaba de nuevo un tumor que yo creía superado. ¿Qué
iba a hacer, enferma, en medio de tanta soledad?
La baja médica no facilitaba las
cosas. ¡Los ratos malos dónde iba a estar mejor que en casa! Pero ¿los buenos? Las paredes parecían estar
cada vez más juntas.
Ese miércoles, saludando octubre,
era un buen día. El sol invitaba a salir, medio abrigada, y mi espíritu rebosaba
vitalidad. Hacía días que no me sentía así. Las fuerzas, sin embargo, no me
acompañaban y aunque no pude arreglarme mucho me bajé al patio interior de la
comunidad.
Mi comunidad, compuesta por
cuatro bloques de edificios que parecen acariciar las nubles formando un recinto cerrado por una alta reja, es como
una fortaleza donde los peques de la comunidad puedan bajar a jugar sin prácticamente
riesgos. En el patio central hay un tobogán, unos columpios, unas canastas de
baloncesto y un pequeño recuadrado, que en tiempo fue un jardín precioso. Allí
sigue inquebrantable el Aloe Vera que planté el año que me vine a vivir aquí.
Recién casada y con toda la ilusión del mundo con la nueva familia que estaba
iniciando.
Me senté en uno de los bancos con
sombra, la quimio y el sol no se llevan nada bien(¿tú que crees?) y justo frente
a mí tenía la enorme sábila en que se había convertido el pequeño cepellón que
yo planté.
No puede resistirme y me acerqué.
Estaba todo lleno de maleza, malas hierbas, basura… Como si se me iluminara una
lucecita en el cerebro, subí a casa. Me cogí un sombrero, unos guantes, una
bolsa de basura y me bajé de nuevo. Estuve un ratito quitando hierbajos y
recogiendo basura. Poco, no debía abusar. Al terminar, sí resaltaba en medio del Jardín
“la vieja planta” que llevaba años resistiendo a los elementos. Incluso habían crecido a su alrededor alguna de sus “hijas”. Sonreí.
Ya en casa, observé desde la
ventana. Las pencas de la suculenta parecían erguirse hacia el cielo, como
saludándome, dando las gracias por haberle permitido respirar mejor.
Y empezó esa pequeña rutina
solitaria los días que mi cuerpo decía “vamos”.
Un domingo bajé prontito. Una vecina estaba en
el jardín con una pequeña azada, removiendo la tierra y quitando la maleza que
iba saliendo.
—¡Hola! Te he visto estas semanas
dando vida al jardín y me he animado a ayudarte.
—¡Hola! ¡Encantada! —contesté—.
Hay trabajo para todos.
Y, casi sin darme cuenta, mi
solitario trabajo de jardinera se convirtió en un espacio compartido con mis
vecinos. Jóvenes, mayores, niños… Fueron incorporándose paulatinamente a la tarea,
y en unos meses habíamos transformado ese rincón olvidado en un bonito vergel que alegraba la vista. Para primavera, el aloe principal que había quedado en
el medio coronando el jardín, floreció. Como sonriéndonos por el trabajo bien
hecho.
Así pude reconocer que no estaba
sola. Tenía vecinos en los que confiar, a los que saludar, con los que
conversar. Entre ellos había hecho amistad con personas, que como yo,
necesitaban un café de vez en cuando en el bar de la esquina o una tarde de
cine y palomitas…
Me vi a mi misma afrontando la
vida con optimismo. Si miras el futuro con una sonrisa te devuelve muchas otras
que tal vez antes no supiste ver.
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